viernes, 7 de mayo de 2010

Concurso de relatos 2010

Los últimos rayos de sol de una tarde de junio entraban por los cristales y se filtraban a través de las cortinas dando a la sala una sensación acogedera de tranquilidad. Sansón, el indolente gato de la casa, parecía haber tomado la decisión de pasar toda la tarde tumbado en el brazo del sofá. Julián Arteaga leía (uno de sus vicios) A sangre fría de Truman Capote. Se levantó para coger un cigarrillo, otro de sus vicios y Sansón, sin moverse, levantó las orejas como advirtiendo que controlaba cada uno de sus movimientos

Flanqueado por dos dibujos a plumilla, la habitación contaba con un espejo a media altura, debajo del cual había un mueble con cajones y fotografías en su superficie. Julián Arteaga vio su cuerpo reflejado en él con unas entonaciones violáceas. No le hizo caso.

Abrió un cajón y sacó un purito. Se quedó pensando y miró al espejo. El siempre había sido barbilampiño, si no imberbe;  cuando hizo el servicio militar no le hacía falta afeitarse para pasar las revistas y poder salir de paseo y, ahora se encontraba con una barba corta, arreglada pero también entrecana. Entró su hija Andrea.

-No deberías fumar papá - dijo -. Mamá dice que la cena estará lista dentro de una media hora.
-Hay tantas cosas que no debiera hacer – pensó Julián Arteaga -.

De la cocina salía un aroma a pescado con comino.

Una de las fotografías que había sobre la repisa del mueble, mostraba a una niña de cuatro años aproximadamente, de cara redonda, nariz chata, labios carnosos y una media melenita oscura. La chica que ahora buscaba algo en los cajones, que había roto el sosiego de la sala y que hacía que Sansón moviese el rabo era alta, de cara fina y alargada, con gafas  de montura metálica roja y con una larga melena recogida con una goma.

   -Dentro de poco me dará nietos –musitó Julián Arteaga.
   -¿Decías algo papá? –preguntó ella.
   -Nada cariño –contestó él. Bueno sí; que si falta media hora me podías traer una cervecita (otro de sus vicios).
   -Te dejas servir como un marajá –dijo ella cogiéndole de un moflete. Ahora te la traigo. Y salió cerrando la puerta tras de sí. Sansón dejó de mover la cola.

Julián Arteaga volvió a concentrarse en el espejo. Tenía las orejas más grandes que antes. En algún lugar había oído o leído que las orejas no dejan de crecer nunca. Sonrió malintencionadamente y notó que las arrugas que se le formaban a ambos lados de sus labios eran más pronunciadas y más numerosas de lo que recordaba. Hizo la misma prueba frunciendo el entrecejo y el resultado fue similar en todo el espacio que ocupaba la frente.

¡Gracias a Dios aún tengo una buena mata de pelo¡ -reflexionó.

Se colocó el purito en la boca para encenderlo y entonces se fijó en su mano. Dedos finos, largos y uñas bien arregladas. Quizás un poco largas para el gusto de algunos, pero a él le gustaban así. Le sorprendió las venas que la recorrían: muy marcadas, como si fueran ríos de vida. Se acordó de su abuela cuando desgranaba alubias y de su madre bordando florecillas de colores  sobre un bastidor; las dos tenían las mismas manos que él.

Andrea volvió con la cerveza y acarició a Sansón que ronroneó con intención indeterminada.

   -Toma marajá, ¡qué suerte tienes que no engordas como el resto de los seres humanos! ¿Qué tal está el libro? Parece que te tiene enganchado. Te pones a leer y te olvidas de todos y de todo. Se te pasa el tiempo volando.

   -Al contrario cariño –contestó Julián Arteaga-. Yo creo que cuando lees un buen libro o, mejor dicho, cuando te gusta el libro que lees, el reloj se detiene, el mundo se para y el tiempo que  ha invertido el escritor en escribir el libro reinvierte en ti; es como si sumases su tiempo al tuyo, de esta manera cuanto más lees más joven te haces.

   -Eso lo dices para que lea más –replicó ella-.
   -No, eso lo digo porque es lo que creo –dijo él-.
   -Vamos a cenar lunático –ordenó Andrea- y quítate el purito de la boca que no haces más que fumar.

Anochecía; la sala se había quedado en penumbra. Guardo de nuevo el purito en la caja y salió. Sansón había desaparecido.
  
La luz de la lámpara fluorescente le molestó en un primer momento. Varios olores se mezclaban en la cocina. La mesa estaba preparada. Julián Arteaga abrió el frigorífico y dejó la cerveza que no había abierto.

Rosa, su mujer, preguntó:
  - ¿Esperamos al niño? Ya no puede tardar mucho.
  - ¡Veintisiete años y todavía le sigues llamando niño!-. Se acercó y le rodeó la cintura con sus brazos al tiempo que le daba un beso en el cuello.

Rosa era su mayor vicio y no estaba dispuesto por nada en el mundo a renunciar a él.
-¿Sabes? Me he mirado en el espejo -.
-¿Y qué has visto? ¿Un abuelito?

El le dio la vuelta, miró sus ojos azules como un mar donde podían naufragar miles de deseos, le besó los labios y le contestó:
   -No, en el espejo solo había un joven enamorado.
  



                                                                        Sixto

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