viernes, 23 de abril de 2010

Concurso de relatos 2010

Miré el reloj. Las cinco y diecisiete minutos. Cerré los ojos.


El tiempo parecía arrastrar su panza de infinitas fracciones contra un suelo viscoso y áspero. Abrí los párpados. Todo era azul intenso, cielo rebosante de luz que presiente los ardores del ocaso. Celeste perfecto que no quema ni satura los fotogramas.


Era la calma que precede al colapso. Ahí estaba la higuera con sus hojas cuajadas de vida. El gusano con su trobóscide espinada galopando las cordilleras del envés.


Diminutas esferas de agua condensada formando esculturas efímeras. El aire invadido de aromas de incienso y jazmín y té verde y sudor y aceite de sésamo y tal vez plástico quemado. La amenaza de una noche repleta de soledades. La nostalgia de aquellas veladas jamás soñadas, nunca repetidas. El atisbo de un viejo aburrimiento, de la gravidez del cuerpo adormecido, de las horas rotas por la insensatez de las malas costumbres. Y el mar.


El mar. La mar repleta de murmullo y espumas. La ruptura de las olas en las rocas oscuras -y todavía astilladas, vehementes, enhiestas-, acallada tan sólo por la levedad del viento.


Regresé la mirada a los dígitos. Las cinco y dieciocho minutos. Llegaste tú.


Y no pude hacer nada más, ni quise, que dejarme arrastrar hasta el imán de tus ojos. Y sumergirme en él. Tus pupilas diminutas flotando en galaxias sin medida. El iris palpitante que te revela. La puerta de las esencias que te habitan. No emití sonido alguno. Quedé sin boca, sin manos, sin pies, sin oídos.


De tu mirada comencé a salir por una espiral en su costado y entonces contemplé, asombrado, el comienzo del día.


                                                                                                  
                                                                            Iñigo

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